Canuto
piensa que cincuenta años son toda una vida. Una vida que él comenzó
con un acto de vileza. Los primeros veinticinco años no cuentan: pertenecen
a una vida atolondrada que es preciso desechar para luego empezar a
vivir en serio. Y Canuto la desechó con un acto vil que lo alejó de
su pueblo. Ya transcurrieron cincuenta años de vida seria, trabajando,
enriqueciéndose y arruinándose; y a trabajar de nuevo, para enriquecerse
y arruinarse una y otra vez.
Ahora tiene setenta y cinco años y vuelve
a su patria. Durante medio siglo no le fue difícil olvidarse del pasado.
Pero ahora vuelve a pensar en aquel lejano tiempo de su partida, cuando
tenía veinticinco años y estaba a punto de casarse con Hilaria, de veintidós,
que era tan hermosa. Un día antes de la realización de la boda Canuto
fue presa del miedo y, de pronto, se dio cuenta de que ya no estaba
enamorado, de que se habían extinguido en sus adentros todas las ambiciones
amorosas que con tanto esfuerzo dominara poco antes. Le pareció que
la inminente boda era un abismo que se abría a sus pies. Y le dio la
espalda al abismo. Esa misma mañana preparó su partida, de prisa y a
hurtadillas, como si se tratara de una fuga. Mandó su equipaje a un
pueblo cercano y, antes de ir por él, dirigió sus pasos a la casa de
Hilaria, dispuesto a comunicarle su decisión. Canuto iba pensando: "Tal
vez Hilaria me mate. Es capaz. Ya veremos."
Al aproximarse a la casa de ella en
las afueras del pueblo, en un grupo de casas situado en una falda del
monte, vio que el lugar estaba desierto y bañado por el sol. Vio
de nuevo aquella ventana, sintiendo que un nudo le cerraba la garganta.
Con el propósito de recobrar el aliento, se sentó sobre una piedra que
había cerca de un muro. Oyó ruidos en lo alto de la pared que tenía
enfrente. Y se abrió la ventana de Hilaria. El follaje de una rama le
permitía ver sin ser visto. Ella apareció en la ventana. Sus desnudos
brazos resplandecían; palmeaba las manos, como si fuera un niño. Luego,
dirigiéndose a alguien que debía estar en alguna ventana de enfrente,
Hilaria gritó:
¡Mañana me caso, mañana! ¡Estoy muy
feliz…!
Y luego empezó a cantar.
Canuto se acobardó. En cuanto Hilaria se
hubo retirado, salió huyendo hacia el pueblo cercano, y desde ahí le
envió una carta de despedida; abordó el tren sin dejar ningún rastro
de sí. Llegó a un puerto y se embarcó, tomando el rumbo de América del
Norte, donde vivió cincuenta años.
Por algún tiempo no volvió a saber nada
de ella. Dos años más tarde, un paisano suyo que también había
atravesado el océano en busca de fortuna le dijo que Hilaria había
estado luchando entre la vida y la muerte, y que después de eso se había
apoderado de ella una especie de locura mansa, la cual le hizo creer
que se hallaba siempre en la víspera de su boda, y que esa demencia
la salvó. Pasó el tiempo y se fueron muriendo, uno tras otro, los parientes
que Canuto dejara en el pueblo. Transcurrieron los años, los decenios.
A los setenta y cinco años de edad, Canuto
regresa al pueblo. Piensa en que Hilaria, si no ha muerto, tiene ahora
setenta y dos.
La estación del pueblo es nueva, y nuevo
el hotel donde se aloja nadie reconoció su nombre; nuevas
las calles por donde anduvo caminando al azar. No pudo hallar la casa
donde nació y vivió hasta los veinticinco años. Pasado el mediodía,
Canuto atravesó la última parte del pueblo para dirigirse hacia el monte.
Guió sus pasos hacia el campo, donde estaba un grupo de casas, una de
las cuales había sido la de Hilaria. El lugar no parecía haber cambiado
mucho. El corazón de Canuto palpitaba con violencia. Al acercarse vio
de nuevo la misma ventana, sintiendo que se le hinchaba el corazón,
que le ardía la garganta. Vio la misma piedra en que estuvo sentado
el último día de su vida en el pueblo, cuando pudo ver a Hilaria sin
que ella lo viera. Se sentó en la misma piedra y miró un buen rato la
ventana.
No sabe cuánto tiempo lleva sentado allí;
tal vez unos cuantos minutos bajo el sol de mayo, con los ojos fijos
en esa ventana. De pronto escucha un ruido y ve que se abre la ventana.
En ella aparece una muchacha. Canuto reprime
el violento deseo de gritar: "¡Hilaria!" Es muy hermosa, sus largas
trenzas le quemarían las manos a quien las tocara, y sus desnudos brazos
resplandecen como los de Hilaria en otros tiempos. La muchacha bate
las palmas de las manos como si fuera un niño. Luego, dirigiéndose a
alguien que debe de estar en una ventana de enfrente, le dice, gritando:
¡Mañana me caso, mañana! ¡Estoy muy
feliz…!
Y empieza a cantar.
Canuto apretó sus manos contra sus ojos,
como si quisiera mandarlos al fondo de sí mismo. Volvió a mirar, temblando
de miedo. Era ella. La muchacha se alejó de la ventana, pero aún podía
oírse su canto lleno de alegría.
"No es alucinación", pensó Canuto. "Una
nieta de Hilaria, de seguro. Lo asombroso es que se case mañana, que
lo anuncie del mismo modo que lo hizo Hilaria."
Se propuso mantenerse tranquilo. Subió
las escaleras y tocó a la puerta, decidido.
Salió a abrirle la misma muchacha que acababa
de ver en la ventana. Aun de cerca, el parecido era extraordinario.
Y él, que había preparado mentalmente las palabras, le dijo con franqueza:
Acabo de llegar… Soy un viejo amigo
de la familia.
La joven lo interrumpió, sin mostrar ningún
asombro, y, con espíritu jovial, le dijo:
Pase usted, pase usted. Mil gracias
por venir a mi boda. Pero haga el favor de pasar. ¡Estoy muy feliz!
Los mismos ojos, la misma voz. Las mismas
facciones de aquella mujer, de la abuela. Y le preguntó:
¿Cómo se llama usted, señorita?
¿No sabe cómo me llamo? Me llamo
Hilaria.
Y con el mismo nombre de la abuela. Canuto
empalidece. Quiere saber si aún vive la abuela. Y le pregunta:
¿Cuántos años tiene usted, señorita?
Veintidós. ¿Cómo es que sabe usted
que me caso mañana?
En vez de responder, Canuto le pregunta:
¿Cómo se llama el prometido?
Hilaria se ilumina de felicidad:
Tiene un nombre muy bello: el nombre
de un gran rey, de un antiguo rey de Dinamarca. Se llama Canuto.
Para no caer, Canuto se apoyó de inmediato
en el brazo de un sillón, mientras sentía que un gran zumbido le barrenaba
la cabeza. La muchacha no se dio cuenta del malestar de Canuto. Ligera
como una nube, corrió hacia una de las ventanas por donde entraba el
sol a torrentes, y, gritando, le dijo a alguien:
¡Mañana me caso, mañana! ¡Estoy muy
feliz…!
Se alejó de la ventana para entrar en otro
cuarto, cantando.
En ese momento se abrió una puerta y entró
una anciana. Canuto le dijo, tartamudeando:
Soy un viejo amigo de la casa… Vengo
de muy lejos… Estuve lejos del pueblo durante muchos años, muchos años…
La familia…
¡Oh, señor! gimió la mujer.
Ya no queda nadie de la vieja familia, sólo ella y señaló con
un movimiento de cabeza el otro cuarto, del cual llegaban las notas
más agudas de aquel canto de alegría. Soy una sobrina lejana.
Siendo todavía muy joven, vine a vivir aquí con la tía, para cuidarla…
¿La tía?
Sí; la tía Hilaria. ¿No la vio usted?
Hace muchos años sufrió una pena muy grande. El novio la abandonó un
día antes de su boda… y ella se volvió loca.
Pero… ¿esta jovencita?
Es la tía Hilaria. Tiene setenta
y dos años, pero nunca ha podido recuperarse desde aquel día. Ya pasaron
cincuenta años y ella sigue creyendo que aquel día no se acaba, que
va a casarse al día siguiente. Por eso parece tener la misma edad que
tenía entonces. Yo no sabría cómo explicarle…
Canuto no le respondió. Estaba temblando.
Y se alejó de allí sin volver a mirar la ventana de Hilaria, de la Hilaria
que supo suprimir el tiempo en sí misma, y que, sin ayuda alguna, había
descubierto el desesperado secreto de la juventud.